Hay quienes gustan de los fatigosos viajes vacacionales a remotos lugares que les hagan olvidar sus trabajos por un par de semanas. Pasan su tiempo de descanso subiendo y bajando de aviones, esperando en aeropuertos (habrá algo más cargante), hasta llegar al prometido paraíso, tan lleno de otros fugitivos como la metrópoli que se acaba de dejar. Yo no. Soy ocioso. Me gusta el ocio como un regalo que, en cuanto tengo posibilidad de tomar, acepto con deleite.
Así fue mi pasado febrero. Me moví lo menos posible de mi casa en los árboles. Porque además deberá admitir, lectora o lector, que nuestra ciudad en el mes de su cumpleaños es cada temporada más caótica.
Pero, madrugué, cada día de comienzos de mes, para ver desplegados en el cielo, propiamente en la eclíptica (por si alguien no lo sabe, el plano orbital del sistema solar), a los cinco planetas visibles al ojo desnudo y la luna. Es un espectáculo poco frecuente al que, por añadidura, se sumaron varios días de cielo despejado. Mercurio, tan difícil de ver por su cercanía al sol; Venus, el lucero de la mañana y la tarde; la Luna, nuestro satélite; Marte, el rojizo dios de la guerra; Saturno y sus anillos; y. Júpiter, el gigante,
¿Y qué? ¿Pagará eso mis tarjetas de crédito? ¿Subirá mi sueldo? ¿Convertirá a los lobos en ovejas? No. Nada de eso. Para mí, contemplar esa belleza y admirarse de que el hombre haya calculado sus caminos, es de esos momentos en que nos vemos enfrentados a la maravilla de la existencia. Y aunque se haya dicho millones de veces, lo volvemos a decir: quién así contempla el cielo es obligado a meditar sobre la pequeñez de nuestra vida humana y sobre la ruina en que estamos convirtiendo a nuestro planeta. Y ese tipo de reflexiones nos hace pensar, sin las sutilezas de los filósofos, sino con nuestro simple intelecto, en el Hombre, en su presente y su destino.
Así lo hizo toda su vida el maestro Umberto Eco, el último renacentista. El académico, lingüista, semiólogo, filósofo, novelista, clarinetista, erudito, enciclopédico y —last but not least— humorista.
Esperamos que, gracias a la enorme obra que, subido a hombros de gigantes, nos legó, no haya sido también el último humanista. Y que su ejemplo haga crecer en cada uno de nosotros la pasión por la Humanidad. Es lo menos que le debemos.