BRUTO

En el Julio César de Shakespeare, el poeta Cina es confundido por la muchedumbre enardecida con Cina el conspirador, uno de los asesinos  de César. “Soy Cina el poeta” alega aterrado. “Desgarradle por sus malos versos”, dice uno de los ciudadanos. “No soy Cina el conspirador”, clama desesperado. “No importa”, dice otro ciudadano, “se llama Cina”. La muchedumbre está enajenada. Cada ciudadano está ajeno. De sí mismo. Cada uno ha perdido la noción de que puede haber dos personas con el mismo nombre y que no tengan nada que ver la una con la otra.

Un docto economista ha venido a contarnos de un país maravilloso llamado curiosamente Chile  ¿Será el Chile del poeta o el Chile del conspirador? Tratemos de dilucidarlo. Este Chile del docto economista no tiene cesantía, las mujeres ganan a par de los hombres y, religiosamente, mes tras mes, los empleadores depositan en unos mágicos chanchitos el porcentaje del sueldo mensual que dará a los trabajadores una vejez cómoda y libre de pesares. Incluso la metáfora esencial del discurso del economista vate—porque nuestro economista tiene puntas de tal según propia confesión—  llena de esperanzas a cada uno de los habitantes de tener un soñado Mercedes Benz. Si es el Chile del poeta podrá cantar en odas vibrantes la paradisíaca condición de ese país llamado Chile. Todos sonreiremos y le consideraremos un enajenado. Pero…

…si es el Chile conspirador, podemos pensar que el objetivo no era el de proporcionar pensiones de vejez, sino tener otros propósitos, tales como formar un gigantesco pozo de capitalización que permitiera a un puñado de grupos económicos apoderarse de la nación y de la vida de sus habitantes ¿Cómo pudo suceder esto? Muy simple: nos tenían enajenados, ajenos a cualquier discusión sobre nuestro futuro. Entonces el país “progresó”: se crearon sacrosantos templos del consumo; disminuyó algo la pobreza; la geografía se llenó de vehículos, las carteras de tarjetas de crédito y comimos perdices. Hasta que llegó el momento de jubilar. Y se nos reveló el verdadero Chile de la conspiración. Entonces comprendimos que el docto economista  -y poeta, no lo olvidemos–  se hacía el enajenado para que nosotros los trabajadores, los abusados, no pudiéramos clamar como César ante la traición de su hijo putativo: “¡Et tu, Brute!”

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