La foto en que posan seis varones maduros mostrando sus amplias y satisfechas sonrisas en torno a una figura en plástico de una mujer con una vagina intensamente roja y, quizás lo peor, con la boca tapada por un mensaje, se reprodujo en medios de comunicación de todo el mundo. Era una envenenada ocurrencia del presidente de Asexma y su equipo creativo que querían representar con humor determinada faceta del acontecer económico.
El humor es un arma feroz. Está preñado de contenido simbólico. En el carnaval, se ríe de la muerte que se aproxima, que cada vez ¡ay! está más cerca, inexorablemente. La risa es sanadora, nos cura de los dolores de la vida y nos protege de las angustias de la muerte. Pero, también puede ser de crueldad extrema. Arquíloco de Paros, el primer poeta satírico del cual tenemos memoria, se vengó a punta de terribles versos de Neobula y su padre Licembes, que lo habían despechado por ser hijo de una esclava. Licembes y sus hijas se suicidaron al no poder soportar la risotada y el escarnio público. La medular crueldad del bullying es reírse del otro. No “con” el otro, sino “del” otro.
Lo de la muñeca lo considero una muestra de obscenidad, una palabra que los estudiosos derivan de la expresión “ob caenum”, literalmente “de la basura”. Porque para completar el simbolismo de la muñeca inflable, un testigo afirma que el objeto (objeto, lo digo muy consciente) “quedó tirada por allí”. Quedó en la basura. Como en la basura mental está la mujer para estos individuos. Mujer objeto. De placer, de reproducción, de crianza, de esclava doméstica. Mujer desechable. Basura. Lo demás: verso en humo.
¿Debe tener límites el humor? Y el horror ¿debe tenerlos? Cientos de niños al cuidado del Sename muertos. Cientos. Que rápido se dice. Cientos. Una pequeña, Lissette Villa, ahogada por sus celadores. Un niño, Alan Peña, torturado hasta la muerte. Otro joven, Brandon Hernández, baleado por la espalda cuando se encontraba en el suelo. Horror obsceno. Seres humanos vistos como basura. Cité a propósito los nombres. Los prisioneros de los campos de concentración reciben un número. Ya no tienen nombre. Son objetos desechables: basura.
Ahora mismo, antes que la basura desborde nuestros espíritus, detengamos no sólo la obscenidad del humor, sino también la obscenidad del horror.